jueves, 7 de junio de 2007

Aquí os dejo el relato del último programa (Caporal)

La procesión de las almas en pena
La mañana del día de los Santos, Juan, nuestro protagonista, se sentía muy fatigado. Pero él, sabía la causa, aunque decidió no comentársela a su esposa. Simplemente, dijo a su mujer que no se encontraba bien y que iba a quedarse en la cama.
El día anterior había ido a visitar a unos parientes situados en la aldea próxima. La distancia era corta, por lo tanto, decidió hacer el trayecto a pie. La visita se prolongó hasta bien entrada la noche, había que recordar a los familiares que ya no están, mientras abrían unas botellas de vino, de su propia cosecha.
Dado lo avanzado de la hora, fue invitado a pasar la noche allí. Pero rechazó la oferta, ya que si no regresaba esa noche, su esposa se iba a preocupar y en mitad del camino, entre ambos pueblos, aconteció lo inevitable.
Transcurrieron unos días y Juan no mejoraba., así que avisaron al médico. Este lo examinó concienzudamente y no pudo hallar síntoma alguno de enfermedad concreta, salvo la fatiga que padecía, la cual, había aumentado desde que empezó a sentirse mal.
La esposa sospechó la causa, aunque no quiso decir nada. El médico, joven y venido de fuera, no podía entender las razones de esa extraña fatiga. Por lo tanto, se limitó a recetar reconstituyentes, antidepresivos, buena alimentación y paseos al aire libre, con el abandono de toda tarea que requiera esfuerzo.
Ella, pasados unos días del tratamiento y sin notar mejoría alguna en Juan, se lo preguntó. Juan, al fin, admitió todo lo que le ocurrió en la víspera de los Santos.
Esa noche, era brumosa. Pero tantas veces había recorrido ese camino, que podría caminarlo a ciegas, sin temor a perderse, incluso de noche, cuando uno está casi a ciegas.
De repente, divisó unas luces parpadeantes. En principio quiso no fijarse más en ellas y olvidarlas, acelerando el paso, pero por más que corría, procurando distanciarse de las luces que había visto, éstas, siempre estaban ahí, persiguiéndole. Ya sólo tenía un objetivo, huir de esas luces, pero cada vez que echaba la mirada hacia atrás, las luces inquietas estaban más próximas a él. Era tal la proximidad, que pudo distinguir su olor, un olor a podredumbre, en definitiva, creyó Juan, que se trataba de la fragancia misma de la muerte. Entonces, fue cuando se paró, a causa del cansancio, y sus ojos, aterrorizados vieron la procesión de las almas en pena, o como el la conocía, la Santa Compaña.
Eran dos filas de siluetas blanquecinas, como inmateriales. Cada una de ellas portaba una vela, con un cirio realizado en hueso humano. La procesión iba comandada por una figura de mayor estatura, la cual, parecía hecha de la misma niebla que embaucaba todo el camino.
Juan estaba paralizado por miedo, no sabe si el miedo fue provocado por la imagen de la misma muerte, o en cambio, por el conocimiento de que había sido sorprendido por la hueste, y ya no habría nada que le pudiese liberar de ella.
Fue en ese instante, cuando se posaron enfrente de Juan, el pudo ver que en aquellos bultos, imposibles de ser tocados, no poseían un rostro humano, sino que tenían, los ojos vacíos, los pómulos salientes y una sonrisa macabra de una boca sin labios, bajo un agujero donde se supone que habría una nariz.
Esa procesión le rodeó y le permitió ver a Juan, que cuatro de las siluetas portaban un ataúd destapado. En su interior, iba un difunto, el cual, tenía su mismo rostro, sus ropas y todos sus detalles personales. El difunto, Juan adivinó instantáneamente, que era él mismo. Entonces fue cuando, vencido por el terror, Juan cayó inconsciente.
A la mañana siguiente, cuando recobró la consciencia, Juan decidió marcharse corriendo del lugar, ya que ese camino, había sido contaminado por la maldición de las almas en pena.
Comprendió que su gesto era inútil, ya que, desde entonces, él estaba marcado por la muerte, y dentro de poco tendría que formar parte, de la hueste nocturna.
Para su médico, los síntomas eran en efecto, propios de la anorexia, ya que Juan perdió el apetito. De poco sirvieron los cuidados familiares, ya que todo era a esas alturas, la crónica de una muerte anunciada.
Juan estaba cada vez más enfermo. Solo mostraba un único deseo: acudir solo, noche tras noche, al camino de aquella macabra noche de los Santos Difuntos en la que comenzaron sus males. Sólo su mujer y alguna anciana de la aldea comprendían tan rara obsesión. Se trataba, de nada menos, que de esperar a otro caminante que también contemplara la procesión fantasmal, para así poder entregarle la maldición que él había recibido. Únicamente así se libraría de lo que era irremediable: incorporarse a la Santa Compaña.
Al fin, una fría noche de invierno, buscando a algún inocente que portara su maldición, volvió a encontrarse con esas luces, esa fragancia y esas figuras lúgrubes que formaban la procesión de lo que Juan ya sabia que era su adiós definitivo a esta vida.
Al igual que lo que le ocurrió esa noche, los integrantes de esa procesión le rodearon, le volvieron a mostrar el mismo ataúd, con su cuerpo, en cuyo rostro se mostraba, como han sido sus últimas semanas en las que ha ido perdiendo poco a poco su vida, ya que ese rostro estaba igual de demacrado que el de Juan, a causa de la maldición que tanto le atormentaba. Las cuatro figuras que portaban el ataúd, le murmuraron que debía acompañarlos, ya que Juan, no había conseguido encontrar a nadie que le pudiera sustituir.
Juan falleció, su cuerpo fue encontrado en el camino por unos vecinos de su aldea, que iban de caza, a la mañana siguiente. Su apariencia era exigua y no tenía nada más que piel putrefacta y huesos carcomidos.
Muchos ancianos del lugar, que lo conocieran en vida y que en su lecho de muerte estén esperando su hora, reconocerán en la muerte esta cara, la cara de Juan, uno de entre tantos que forman, formaron y formarán parte de la Santa Compaña, hasta el fin de los tiempos.

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